martes, julio 26, 2005

Fernanda

Los alientos le dejaron huella sobre sus pómulos, los jadeos: un paño rosa y sofocante embarrado en sus mejillas, mismo que por adentro de su boca se abrió paso por toda su garganta y la hizo creer que; miles de mariposas blancas le volaban en su vientre lampiño y llano.

Quedaron también sus dedos entrelazados, sudados por sensaciones y un poco toscos al movimiento, su cuerpo sin fuerzas y su mirada perdida apuntando hacia el techo del cuarto. En su corazón dormían los palpitares. Respiraba quedito y apenas y se sentía que sus tripas se movían.

La orilla de su boca quedó devastada y su nariz respingada no recibía más olor que el que lentamente arrastraban las corrientes de aire infiltrados por sus lacios cabellos, sangre, sangre que le escurría de su oído izquierdo.

Su escote tremendamente ofrecido al tiempo estaba falto de dos botones que, salvajemente le habían arrancado frente al espejo antes de acostarse a morir en su sofá, sus rodillas seguían imantadas, juntas, como si ofrendaran una aspirina al cielo y cuidaran de no lanzarla al suelo. Sus zapatos distantes como ciudad con playa y desconocidos temían de su temple, y frente a ella quedó su única compañera de vida y muerte: su sombra, que miedosa de un encuentro más, intentaba escapársele para siempre.